El aullido fantasma

 

Sur de España, principios del S.XXI
Barro, un duende de mediana edad, sostiene las manos regordetas de su anciana madre mientras habla con ella. Le mira a los ojos, pero los de ella miran al infinito. Hasta que, de pronto, parece darse cuenta de que su hijo está allí y le sonríe.
–Escuchar el aullido del lobo es lo más bonito, Barro –contesta ella sin hacer mucho caso de lo que él le dice–. Ya no tengo edad para perseguirles por la montaña y ver su majestuosidad, pero oírles y saber que caminan impetuosos, por el bosque, me hace verles como si estuviesen aquí mismo
Barro mira impotente a su madre. Le encantaría que ella le entendiese pero la vejez ha hecho mella en su lucidez y muchas veces no comprende bien las cosas.
Durante años, la madre de Barro, Ain, ha seguido por las montañas a aquellos animales increíbles. Le fascinaban y se separaba de su tribu durante largas temporadas simplemente para seguirles y observarles. A alguna de esas excursiones se había apuntado Bol, el padre de Barro, y el mismo Barro. Eran excursiones largas y, a veces, con una climatología adversa, pero Ain era una duende fuerte y enérgica y parecía no cansarse nunca. Descansaba, principalmente, cuando Bol o Barro no eran capaces de seguirle el ritmo.
En muchas ocasiones Barro no observaba a los lobos, con lo que él disfrutaba más era viendo la cara de su madre mientras los miraba. Viendo sus ojos de felicidad, su sonrisa, la manera en que disfrutaba, parecía que su rostro se iluminase. Era pasión pura. Con el tiempo a Ain le faltaron las fuerzas para seguir a los lobos, y luego le faltaron incluso las fuerzas para moverse con su tribu y se asentó en una pequeña madriguera con Bol.
Barro les visitaba y les llevaba provisiones de vez en cuando y veía cómo su madre salía con esfuerzo de la madriguera a escuchar a los lobos en cuanto estos aullaban. Pero eso ya no ocurre. Hace tiempo que ya no se escuchan lobos. Ain sale cada día un rato de la madriguera con la esperanza de escuchar el aullido, pero nada…
Barro está sentado en una piedrecilla del bosque, mirando a lo lejos. Su hija Lus está a su lado. Sabía que algo no iba bien y que su padre estaba preocupado.
–¿Qué es lo que te pasa? –pregunta la duende– Es por la abuela, ¿verdad?
–Sí, Lus –Barro pasa su brazo por encima de los hombros de su hija–. Tú no has conocido a tu abuela cuando era joven y seguía a los lobos, pero sí has estado con ella cuando ha escuchado sus aullidos. Has tenido que ver esa mirada. Haría cualquier cosa por volver a verla, aunque fuese solo un segundo.
–Y yo –.
–¡Abuelo! –Lus se levantó y le cedió su asiento a Bol, que acababa de aparecer desde detrás sin que le vieran llegar–. La verdad es que sí recuerdo esa mirada.
–Tu abuela es una persona increíble, Lus –arrancó a hablar el anciano–. Ahora, la mayor parte del tiempo ni si quiera parece la misma que fue hace años, pero no dudo ni por un momento de que esa aventurera que seguía a los lobos incansablemente está ahí dentro. La que nos agotó a tu padre y a mí siguiéndola en sus excursiones.
Barro y Bol se ríen fuertemente. A Lus le encanta ver esa imagen y siente que la quiere llevar consigo para siempre. Luego se detienen las risas y parece que los dos vuelven a las cavilaciones nostálgicas.
–Dadme dos días –espeta Lus–. Volverán a aullar los lobos.
Padre y abuelo miran a la duende extrañados.
Dos días después…
Lus ha llegado. Sono, el duende que habla con los lobos, está como cuando lo conoció pero con alguna cana más. Sigue viviendo en el mismo hueco en la piedra en lo alto de la montaña, al lado del cuerno de corzo que utiliza de amplificador.
–¡Lus! –se sorprende Sono–. Dichosos mis ojos, ¿qué te trae por aquí?
–Voy a hablar con los lobos –contesta señalando el cuerno con el que Lus ha estado imitando el aullido de los lobos hace tiempo–. ¿Me permites?
–Lus, ¿no te das cuenta? –responde Sono entristecido–. Ya no hay lobos con los que hablar.
La duende se sienta enfrente del cuerno que Sono modificó para sirviese de amplificador hace tiempo, dispuesta a aullar y que se escuche en toda la montaña, pero antes se gira y acaricia con cariño la cabeza de Sono.
–Quizás sí hay lobos, Sono. Quizás no estén cerca o no puedan aullar, ¿quién sabe? Pero si les dejamos de llamar, si desaparecen de aquí –Lus señala con una mano su pecho, y con la otra el pecho de Sono–, desaparecerán para siempre de todas partes.
En la madriguera…
A Bol se le caen de las manos las semillas que estaba a punto de preparar para la cena. Observa a Barro, que está mirando al cielo con sorpresa. Se escucha un aullido, a lo lejos, pero con claridad.
–¡Esa cabezota lo ha hecho! –grita Barro con los ojos vidriosos.
–¿Lo veis? –Ain acaba de salir de la madriguera con mucho esfuerzo y, sonriente, levanta la cabeza y cierra los ojos para disfrutar del aullido–. ¿Acaso no es lo más bonito que te puede ocurrir?
–Sí –Contesta Barro mientras mira a su madre y comprueba cómo se le ilumina la cara de nuevo, como cuando él era un niño y ella emanaba fuerza y lucidez–. Es lo más precioso que te puede ocurrir.
Sí –dice Bol cogiendo la mano regordeta de la anciana y apoyando la cabeza en su hombro–. Eres lo más precioso que me ha podido ocurrir.
–El último aullido de lobo ya sonó hace tiempo en estas montañas, mamá.

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